El 11 de marzo de 2012, el terrorista Mohamed Merah asesinó a tiros a Imad ibn Ziaten, un militar francés de 31 años. En los días siguientes, antes de ser abatido por la Policía, acabó con otros dos militares y con un adulto y tres niños en una escuela judía. Imad, musulmán, había sido asesinado en nombre del islam. Y su madre, Latifa, quería saber por qué. Como Merah era de Toulouse, su misma ciudad, se acercó a los bloques de vivienda social de Les Izards, donde había vivido el asesino de su hijo. Su dolor creció cuando unos adolescentes se lo describieron como «un héroe, un mártir del islam». Ver que había muchos jóvenes en riesgo de radicalizarse la animó a crear la ONG Imad ibn Ziaten para la Juventud y la Paz.
Latifa visitará en septiembre Madrid para compartir en el encuentro de oración por la paz de Sant’Egidio esta experiencia, que en 2016 le valió ser condecorada con la Legión de Honor francesa.
Ganas de abrirse… y ayudar
Latifa llegó a Francia a los 17 años, para instalarse allí con su marido. «Al principio fue difícil –cuenta a Alfa y Omega–. Pero tuve la voluntad de salir hacia los demás. Y hubo gente que me ayudó». Como los vecinos que intentaban entablar conversación con ella y la acompañaban a la compra. «Al ver que de verdad quería aprender, empezaron a enseñarme a leer y escribir», recuerda. Con ellos, descubrió muchas cosas y, sobre todo, aprendió «a convivir. Decidí vivir como francesa y educar a mis hijos en la tolerancia», sin dejar de practicar el islam.
Su experiencia contrasta con la situación actual en muchos barrios franceses, lugares cerrados en los que solo viven extranjeros. «Hay madres que llevan aquí 20 o 40 años y no hablan francés. Cuando les pregunto por qué, me dicen que nadie ha ido a ayudarlas. Siguen viviendo igual que en el Magreb. Y se crea una separación total con el resto de la sociedad. Esa división de vida no es buena para los chicos. Crea un vacío», que otros pueden intentar llenar.
Por eso, la ONG que lleva el nombre de su hijo se dedica sobre todo a la educación. Empezaron con talleres para adolescentes. Ibn Ziaten cuenta, orgullosa, cómo al terminarlos muchos chicos reconocen: «Madame, aquí hemos crecido». Por eso, ahora han decidido trabajar desde Educación Infantil. También preparan de forma periódica viajes para que los jóvenes conozcan otras realidades, y han abierto cuatro bibliotecas en Marruecos. En algunas de estas actividades, colaboran con entidades cristianas y judías.
Latifa pasa gran parte de su tiempo contando su testimonio y dando conferencias sobre la convivencia y la paz en cárceles y colegios. No es extraño que los chicos acaben abriéndose sobre sus problemas. «Bastantes lloran mientras hablo, y algunos vienen a abrazarme. Necesitan mucho que los escuchen». Cuando detecta a alguno más vulnerable, «intento mantener el contacto con él. Le invito a un café, le pregunto cómo está». Si es musulmán, se interesa por «cómo lleva la oración, a qué mezquita va, cómo se lleva con el imán… Si no se entiende bien con él, corremos el riesgo de que recurra a los predicadores de las redes sociales», muchos de ellos radicales.
Responsabilidad compartida
Su experiencia en estos siete años ha ayudado a Ibn Ziaten a constatar que, detrás de la exclusión social de muchos musulmanes, con el riesgo de radicalización que conlleva, hay responsabilidad de la Administración y de las escuelas. En su opinión, estas deberían tener alumnos de diferentes orígenes, para que puedan conocerse. Pero también mira a los padres. «Hoy muchos chicos están demasiado libres–subraya–. La mayoría de los jóvenes islamistas han tenido una vida complicada con su familia. Si los padres no están cerca de los niños, tenemos un gran problema». Por eso, insiste a los adultos en «lo importante que es para sus hijos la educación, el amor de un padre, de una madre, el estar juntos y compartir».